Te amo, me dijo

Una historia breve, puede deberse a que el tiempo transcurrido pasó de manera rápida para quien lo vivió, o que en realidad fueron pocos los instantes vividos. El tiempo depende de quién lo perciba y de qué momento se trate; sin embargo, en esta historia el tiempo va y viene, no tiene una secuencia determinada, ni tampoco tiene un orden que quisiera otorgarle.
Los recuerdos simplemente llegan como estrellas fugaces y se quedan perplejos ante la realidad, donde Enrique y yo no estamos juntos como se pensaba y se planeaba. Decide jugarme la broma de aparecerme instantes vividos de manera tan real que quisiera tocarlos, donde quisiera revivirlos. Y no porque lo ame nuevamente; sino porque fueron auténticos, y por el momento no tengo nada que sea tan real como fue aquello. Quiero una historia de amor que me llene de recuerdos y de suspiros suspendidos entre las manecillas de un reloj.
Entre los segundos de la realidad y de los recuerdos se abren algunas noches, como esa que fue tan inusitada.
Aquella noche, era una noche extraña, había manejado por largas horas sobre la carretera que habíamos viajado unos años atrás. Había decido recordarlo y evocarlo, para ver si regresaba en alguno de los asientos del auto. Pero no era posible, no sabía donde buscarlo ya, no tenía la remota idea de dónde localizarle ya.

Después de pensar mucho sobre la misma mala idea, decidí ir en busca de Enrique. Manejé hacia el sur de la ciudad donde nuestro tórrido romance había renacido, y no estaba. Fui directo a su casa, desesperadamente y me estacioné en la acera de enfrente. Apagué el auto y sentí como las venas de mi cuellos se ensanchaban con tanta sangre irrigándose para poder pensar. Quería incrustarme en el asiento del piloto y desaparecer para que no me observara por fuera. Enrique estaba en la puerta de su casa. Mis ojos se abrieron desorbitados y mis labios se quedaron sin palabras. Quise voltear hacia enfrente y parecer una desconocida, pero no pude; volteé a verlo. Estaba ahí parado, con sus rizos sobre su cara, ya no mantiene un peinado pulcro; con una camisa desfajada color azul marino con detalles grisáceos, las manos metidas en la bolsas de sus jeans. Volteó sus ojos cafés hacia mi coche y sonrió, como si me hubiese estado esperando. Mi estómago se quedó paralizado y levanté la mano derecha en automático, moviéndola de un lado a otro, mientras le sonreía.
Pasaron varios minutos desde que nos saludamos como dos conocidos que tenían poco de verse. Enseguida, sus pasos se acercaron tranquilamente y me ayudó a bajar. Nos saludamos sólo de palabra y nuestras voces chocaron al unisono, y, nos reímos a carcajadas. Me tomó de la mano y me llevó  dentro de su casa. Situación extraña, porque varias veces había estado sentada cuando era adolescente, justo sobre esas sillas, con mis codos reposados sobre la mesa. La calidez de la estufa no se  sentía en esta ocasión. Estaba apagada.
La madre de Enrique ya no cocinaba más, había muerto. Deseaba haberla visto una vez más y abrazarla fuertemente. Pero había partido unos años atrás, sin yo saberlo. Sus hijos deambulaban por los alrededores y yo me sentía incómoda. No era una situación que hubiera anticipado. Pero ahí estaba, sin palabras, mientras Enrique hablaba sin poder contenerse. Me platicaba de todo y de nada; de pronto, tomó la silla que estaba frente a mí, por el respaldo y guardó silencio. Levantó los ojos como suele hacerlo, cuando llega alguna idea a su cabeza y salió del espacio donde estábamos juntos.
Después de unos segundos, sin meditarlo tanto, salí a buscarlo. Lo encontré tratando de jalar una caja escondida detrás de las frazadas de la habitación de su madre.
Mi respiración se detuvo y salí corriendo de la casa, no podía más; era imposible que las cosas sucedieran de ese modo. Aquello no era real, Enrique no era así, no era tan simple, ni tan auténtico. Su espontaneidad me asustaba sobremanera.
Mis pasos se aceleraban y la voz de Enrique me perseguía por un patio enorme, circundado por unos jardines llenos de arbustos regordetes y flores blancas como nubes, altos árboles que, seguramente, brindaban sombra a Enrique mientras paseaba por aquellos pasillos. Al costado derecho, al ras del suelo se abría una piscina de aguas claras, donde se asomaban los azulejos color blanco.
Al percibir tanta agua, detuve mi huida, no podía dejar de observar aquel espacio, donde hubiera deseado perderme con Enrique en algún momento. Después de unos segundos de haber permanecido inmóvil, Enrique me tomó por los brazos y sin decirme nada, me mostró un trozo de tela. No podían mis ojos enfocar aquello, no entendía lo que decía. Las sombras me perdían.
Los ojos de Enrique me miraron fijamente y de pronto, sólo sentí sus brazos rodearme y estremecerme, susurrando a mi oído derecho, una y otra vez la misma frase:
- Te amo.
¿Cuántas veces soñaba, escucharlo de sus labios? Miles, despierta y dormida. Y hoy, ahí estaba, haciendo un tornado alrededor de mi cuerpo y volviendo de Julia Eskarra una extraña. Al cabo de sus palabras, nos separamos y salí, atravesé aquella reja color negra y no volví la mirada hacia atrás. 
El sueño había terminado. La luz del Sol había entrado por la ventana de mi nuevo hogar; cerré los ojos para recordar aquel sueño y no perder detalle de las sensaciones y lo guardé en mi alma, tanto, como si fuera parte de mi tiempo real y mis recuerdos de una vida, realmente vivida. No lo amaba más, pero qué bien se sentía, algo se llenó en mi interior; no tengo idea de dónde está o lo que piensa. Lo he dejado atrás y lo perdí yo misma, para que no tenga manera de encontrar el sendero que lo traiga de vuelta. Así está bien, así estoy bien. Qué bien se siente decirlo ahora.

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