Carretera

El año comenzaba tan apresurado como quien quiere terminar con algo de una buena vez. Así se sentía Julia Eskarra, cansada de Enrique y la misma historia que provocaba un vacío en el espacio y en su alma. Deseaba correr la cortina y vislumbrar un nuevo horizonte, respirar un aliento que no fuera el suyo.
Hacia tanto frío, que los vidrios mantenían el vapor de su respiración y su soledad. Dibujaba en ellos pequeños cristales de nieve y los borraba al instante para poder descubrir que lo frío no sólo estaba en el exterior sino, que también lo mantenía en secreto dentro de su ser.
Estaba congelándose por dentro, ese amor desenfrenado e irracional por Enrique estaba por terminar. La depresión estaba confundiéndolo todo, todo por completo. O más bien, estaba dejando ver la realidad más clara cada vez... no estaba segura en esos momentos, de lo que sí estaba segura era de que quería dejar atrás aquella historia. Deseaba sentirsse bien, respirar todo el aire que era para ella, tomar todo el sol que necesitaba y pisar todas las sombras que la habían perseguido hasta ese momento.
Un viaje estaba en puerta por aquellos días. Julia deseaba llevar a sus hijas a un recorrido por otro estado; lleno de magia, minas y callejones, que pudiesen hacer que la perdonaran por su infidelidad. O Simplemente perder la tristeza en aquel imponente castillo, pero nada era tan posible como lo imposible.
Enrique quiso acompañar a Julia con sus hijas. Fue una decisión un poco extraña, teniendo en cuenta que no podía ausentarse por tantas horas de la ciudad. Se reunieron temprano por la mañana, sus hijas estaban radiantes, emocionadas por la partida, hasta que apareció Enrique. A su hija menor no le era muy divertido que las acompañara, a la mayor, le parecía que no era tan incómoda su presencia. El camino parecía distante, Enrique no sabía qué decir; involucrarse con las hijas de su amante, no era algo tan molesto  como Julia pensaba que podría resultar; sin embargo, el tema de conversación era limitado. Julia lo observaba con el rabillo del ojo y lograba sentir  los ojos de Enrique sobre sus manos al volante y sobre sus rodillas en movimiento por los pedales del auto. En algunos momentos la mano izquierda de Enrique rozaba de manera voluntaria la mano derecha de Julia. Era un acto tan erótico como secreto y por ello lo convertía en un acto que llevaba al orgasmo mental. Sentir la mano de Enrique, era recordar cada momento escondido detrás de las puertas prohibidas para ambos, suscitaban sensaciones y recuerdos tan ancestrales como su propia adolescencia. 
Cuántas veces soñaba despierta cuando viajaba con Braulio, que la tocara de ese modo?, en cuántos días de lluvia, de frío, soñó que el acompañante fuera Enrique y no él?, que culpa tan grande sentía cada vez que le pedía a Braulio que no le hablara durante el camino, para poder imaginar que el que estuviera sentado fuese Enrique y no él. Tantas historias se maquinaron en su mente durante tantos recorridos, carreteras y viajes. Y, ahora que era él, extrañaba la seguridad de su esposo; y a su vez la desmoronaba las caricias escondidas de su amante.
Al llegar a su destino, Enrique se convirtió en una compañía ideal, observaba a las hijas de Julia y la miraba con complicidad, en algunos instantes. Cuando ellas se adelantaban en algún museo, Enrique aprovechaba para besarla furtivamente, esos besos le sabían a ternura y deseo, a un amor que ahora sabe que sí existió.
Se sentaron en una plaza llena de canteras y rodeada de árboles; en cada una de las mesas había sobrillas color verde seco y las sillas que rodeaban las mesas tenían los respaldos altos y fuertes. Las mesas eran redondas y las cubrían unos manteles color blanco con cubre mantel en tonos oscuros. Enrique sugirió el platillo que pensó que  les gustaría a las hijas de Julia. Servido el espagueti con camarones salteados en mantequilla y especias, acompañado de algunos vegetales; hizo de aquella comida un festín. Sonreían sus hijas con aquel amor de adolescencia, que sí bien, es destino no hubiese hecho de las suyas; quizá hubiera sido su padre.
Después de deambular por los callejones húmedos de aquella colonial ciudad, llegó el momento de partir. Julia estaba cansada y sus hijas también. Las acurrucó en la parte trasera del auto y la arropó con las frazadas que tenía en el maletero.
Sólo estaba segura de una cosa. Sólo una idea rodeaba su mente y no la dejaba en paz. Lo quería en su vida o definitivamente debía alejarse totalmente de él.
En las noches anteriores, no sabía cómo poder tomar una decisión tan importante. De dónde partir para poder poner fin al aquel amor, a aquella pasión tan fuerte. Y pensó, que todo tiene una fecha de termino y como ella no podía determinarla. La pondría el mismo Enrique sin saberlo. 
Así que al regreso de ese hermoso viaje, la pregunta regresó para incomodar nuevamente a Enrique:
-Cuándo le dirás a tu esposa, dame una fecha.
- Otra vez con éso?-, preguntó Enrique exasperado.
- Sí necesito un tiempo definido para poder esperarte, y no seguir a la deriva con todo esto, yo te amo.
- Yo también te amo, pero no lo tengo tan fácil.-  Respondió Enrique, un poco más tranquilo. Como si supiera que esta respuesta definiría el termino de su relación.
- Sólo quiero un día, un mes, un tiempo para poder continuar tranquila y no seguir molestándote con esa situación. - Suspiró Julia, esperando que  Enrique le diera ya, la fecha de caducidad de una buena vez.
- Semana Santa, para esas vacaciones todo habrá terminado con mi esposa y podremos estar juntos.-
Julia sabía que aquello era una mentira más, sin embargo, no le importaba ya. No deseaba una esperanza, sólo quería un tiempo para poder sacarlo de su vida, una fecha para poder olvidarlo por completo. Y ya la tenía.

Se quedó en silencio, observando sólo las líneas de la carretera una a una, como quien observa el segundero de un reloj. Enrique no sabía que más decir, ya no le quedaba más que tomarle la mano y decirle que la amaba. 
Ése día empezaba un camino distinto para Julia, una nueva historia que deseaba escribir lejos de Enrique, limpia ya, sin amor, pero en paz.


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