Mandolinas bajo la mesa
Idealizar a alguien es una de las prácticas más comunes de los seres humanos, y, sobre todo de los niños. La inocencia, hace creer que cada parte de las personas que amamos son, como pensamos que deberían ser; perfectos seres, sin errores, sin pecados, sin deseos o pasiones, alejados de sueños y anhelos; sólo entonces llenos de lo que nosotros necesitamos.
Así mi padre, tenía una figura en mi imaginación, intacta durante mucho tiempo. Era entonces un hombre responsable, trabajador, fuerte, atractivo... joven... y, lejos de mi ideal habitaba él, con deseos, que yo desconocía, que ni siquiera identificaba.
Era una tarde calurosa de zafra, donde en el jardín, sólo se reconocía el oscuro tizne, que lentamente manchaba todo lo que tocaba; y como mal augurio, llegó a casa. Las gotas de sudor mojaban mi pequeña frente; el juego intenso entre correr por el patio y llamar la atención de las visitas de mi padre en la casa; hacían que parecieran pequeñas lágrimas saladas a rodar por mi cara. Por el contrario, yo estaba feliz, era un mundo de gente que rondaba el jardín y el comedor de la casa; sentados los compañeros de mi padre en aquél pesado juego de jardín; uno a uno hablaban de manera atropellada, hasta que, sonaban las primeras notas de la estudiantina. Todos con sus capas negras, en el previo ensayo a una presentación próxima; algunos de ellos felices y transparentes en su imagen, otras por el contrario, con algo que esconder abajo de esa capa larga, negra; ni los colores vivos de sus listones hacían aparecer destellos de alegría, algo sombrío se dibujaba en sus vestiduras.
Después de algunas canciones y varias risas, mi madre acercaba jarras llenas de limonada fresca para las visitas de mi padre. Pero la limonada no fue capaz de enfriar los ánimos, ni los deseos de la piel. Así, después de la primera ronda de canciones y risas, se llegó una pausa... donde por debajo de la mesa, vi a mi padre, por primera vez, como un hombre; dejando de ser mi padre, haciendo a un lado la familia, estrujando la mano de una joven.
Ahí cesaron las notas, ahí se desfiguró la cálida imagen de la inocencia, en ese momento, se perdió el recuerdo del calor y el tizne. Esa imagen ha estado en mis secretos, como la imagen viva de la realidad. Muchos años pasé confundida, otros, simplemente, ignoré la situación. Hasta que, un día caluroso, analizando mi realidad, sin filtros, ni ideales absurdos de mi propio ser; salió de mi mente como una justificación muy conveniente.
Nunca me he atrevido a cuestionar a mi padre sobre esa joven de rizos hasta la cintura y de figura hermosa, o sobre qué sucedió en realidad aquél día. Pero estoy segura que, sin duda, él no lo recuerda como yo, quizá ni siquiera lo tenga guardado o no sea capaz de externarlo. Así es como todos tenemos secretos inconfesables y más, cuando se trata de exponernos frente a quienes tienen una imagen impecable de nosotros.
Con secretos o sin ellos, con manos tomadas a escondidas bajo la mesa, con miradas furtivas, con deseos ocultos, ya perdoné a ese padre joven, perdoné a Julia Eskarra por haber ocultado ese incidente por tantos años y dejarlo escapar en su propia vida.
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