Olor a incienso
Me había casado hacía 12 años cuando nos volvimos a encontrar con Enrique, para ese entonces, había muchas cosas que habían pasado en mi vida.
Me casé con un hombre que pedí al universo cuando Enrique me dejó por otra. El dolor y la soledad mal llevada, hacían que en mis noches desesperadas por un amor, pidiera y rogara por un hombre totalmente distinto a él.
Una tarde de invierno, en la que mi confidente y yo salíamos a pasear por la plaza de la ciudad, se dio un evento; que para muchos podría sonar increíble y fantástico, y que así fue en realidad.
Nuestros pasos despistados por la plática de tantas historias y secretos que nos teníamos Lidia y yo; nos llevaron a encontrarnos a una mujer de mediana edad, con ropas sueltas y cabellos rizados hasta la cintura, su aspecto gitano salido de un cuento antiguo, evocaba la idea de irrealidad. Las cartas que portaba entre sus manos, mostraban los destinos de mucha gente anunciados con anterioridad. La inexperiencia combinada con la curiosidad, me entusiasmaron a detenerme ante ella. Un olor a incienso flotaba sobre ella, mientras que mantenía su esencia sentada con las piernas cruzadas, sobre una manta color marrón.
Al sentarme junto a ella, el estómago se detuvo y la emoción por lo desconocido hacía que las manos se humedecieran cálidamente. Mientras ella mezclaba las cartas diciendo breves frases entre dientes, se cruzaban miradas entre Lidia y yo de complicidad. En nuestras vidas jamás podríamos mencionar este hecho ante mis padres, éso iría en contra de nuestras creencias; las cartas, la mujer, Lidia y yo quedaban resguardadas en un secreto más. Impuse mis manos sobre el tarot, y cerré mis ojos; nadie se puede resistir ante la tentación de saber su futuro, lo desconocido.
Y así, apareció Braulio. La mujer con aspecto errático y sombrío, anunció la llegada a mi vida de un hombre alto, con aspecto extranjero, y un bebé en los próximos meses. Mi risa aguardó a estar lejos de ella, la incredulidad no podía aparecer en un momento como ése; ningún amigo o conocido de la universidad coincidía con la descripción, lo que entonces parecía aún más remoto.
Lidia regresó a su ciudad natal y con ella la historia de nosotras y aquella profecía. Los meses dejaron en el olvido, aquella fría tarde de invierno.
Más de tres mil kilómetros estaban entre mi futuro y yo. Aquel hombre alto, de aspecto extranjero, subió al mismo autobús que yo. A Braulio lo conocí en un viaje que el destino planeó para nosotros; sentarnos juntos y hablar como si siempre nos hubiéramos conocido fue lo que nos unió desde el principio. Platicamos de la familia, planes a futuro, gustos, la vida... de todo. Recorrimos juntos, en ese paseo, lugares preciosos tomados de la mano, entre risas y despreocupación, fue toda una aventura. Había visitado mi ciudad por cuestiones de estudios y junto con sus compañeros de universidad, decidieron conocer más los destinos cercanos.
Al regresar a la ciudad de donde habíamos salido, simplemente nos despedimos como si nos fuésemos a ver algún día; todo había sido un sueño extraño; de pronto, mi mente me regaló un destello de lucidez, una pasajera que viajaba con Braulio había olvidado su bolso en el autobús. A lo que tuvimos que volver. Entre risas entregamos el olvido, olvido perfecto para nuestra vida, ya que me pediste mi dirección y teléfono.
Al regreso de Braulio a casa, las llamadas quincenales eran puntuales; hablar de nuestros estudios universitarios era lo de cada charla, y en cada una aparecía un tema: ¿quién de nosotros se mudaría para estar juntos?. Ser novios no era un punto de la conversación, era algo más íntimo, que había trascendido, incluso antes de conocernos.
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