Encuentro veraniego
Verano del 99 y un avión.
Braulio llegó después de tanta espera; se quedaría por un lapso de un mes en mi ciudad natal. Él venía a pasar unos días a mi lado con el pretexto de mi graduación. En esa tarde calurosa, mi madre me hizo compañía para recogerlo en el aeropuerto. Mi experiencia no daba para creer que podría arribar sólo para estar conmigo.
Después de unos minutos de espera, apareció. Colgando de su espalda una mochila y entre sus manos la maleta; presagiaron que venía con intensión de permanecer; la sonrisa cálida se asomó primero y mi saludo efusivo entre la gente, después. Era un encuentro inusual e increíble. En el trayecto a casa, las preguntas en mi cabeza no dejaban centrar mi atención en la plática entre Braulio y mi madre. Jamás se me ocurrió pensar, si quizá era un asesino, o un loco, o algo peor. Qué me pasaba?, porqué recibía a ese hombre, sentado en el asiento del copiloto, con un acento extraño y palabras aceleradas, en mi vida?
A medida que avanzábamos en la carretera me recordó su risa, que mi intuición me decía que lo conocía. Era entonces ya parte de mí?
El comienzo de la lluvia no detuvieron nuestros pasos hacia un café cercano, las horas pasaban frente a nosotros sin percibirlo. Meses habían transcurrido desde que nos conocimos, y a penas pensábamos qué hacer de nuestro encuentro. El verlo ahí tan presente y tan lejano a la vez; me hacía sentir flotando en el espacio mismo, que me sostenía en el tiempo y mantenía en una burbuja.
Así transcurrieron veintiocho días y unas horas; a penas se dibujaba en mi realidad; todo era nuevo y delicioso, el sabor a lo desconocido y a lo irreal inundaba las habitaciones de la casa y empañaba mi vista con un aire de autenticidad. Como en el primer encuentro, cuando nos conocimos, aquel paseo tomados de la mano como grandes conocidos de siempre, así también ese verano, era igual; hablábamos de cosas trascendentales y definitivas en nuestras vidas, eso era reconfortante. Tanta espera por encontrar a alguien así, había valido la pena.
En los meses previos a ese encuentro veraniego, había hecho un tesoro de cosas para darle. Dentro de una caja de tonos verdes, con cintillas satinadas; estaban toda clase de detalles que habría de entregarle cuando le volviera a ver. Al abrirlo se respiraba un olor dulzón de unas estampillas con aromas, cosas cursis y con tonos de dependencia y con un estilo que ahora reconozco de carencia de tanto; se mantenían dentro de esa espera, dentro de esa caja.
Ahora, después de veinte años, en ocasiones me pregunto, si me hubiese amado más, las cosas habrían resultado igual. Considero que no, pero fue lo que Julia Eskarra lograba visualizar y a lo que se aferró en ese tiempo; no la juzgo, ya no.
Braulio representaba ante mis ojos, una realidad que desconocía por completo y deseaba en lo más profundo de mi ser. Una vida llena de naturaleza, de océano, de lobos marinos, delfines; estaba lejana a mis banquetas y callejones de cantera. Yo quería eso, quería distancia a mi realidad, soñaba con otra vida, con la independencia, con irme lejos. Y Braulio era todo aquello y más. Un hombre perfecto para mí y para muchos, empático con mi todos; llegó a entablar una preciosa relación con mi familia, como si fuera el hijo, que mi madre nunca tuvo.
Los días fueron iluminados por los rayos de sol y bañados por las lluvias torrenciales vespertinas. Olor a tierra mojada tienen mis recuerdos y sus ojos grises tras las nubes y verdes en el campo se quedaron en mi ilusión. Deseaba que se quedara para siempre a mi lado; pero tenía que partir, allá a donde quería ir.
Terminado el verano, caminamos para recoger su boleto de avión; los arcos rosados daban la textura de olvido en el tiempo; pasar entre ellos, hacía pensar que entrábamos en una dimensión de distancia y sombras. Braulio partiría en un par de días y la incertidumbre se hacía presente de nuevo. La incomodidad que ese papel representaba, provocaba náuseas y un llanto interno, no quería que se fuera, no quería estar sola.
El camino de vuelta al aeropuerto, siempre es distinto al de venida. Los campos se observan más secos, las nubes más cercanas. La carretera hace más lejana nuestra relación, mi posibilidad de irme de ahí, estaba guardada en su maleta y se iba con él.
Decirle adiós fue muy difícil, sus brazos me sostuvieron hasta que el tiempo terminó, el aviso de partida estaba por todo el aire, Braulio se va y las lágrimas de los dos, parecían que teníamos una historia juntos. Y se fue.
Al llegar a casa, el vacío no esperó, no hacía mucho que los pasos y su voz grave sonaba en casa; y ahora nada. Pasadas las horas, sonó el teléfono, había llegado a casa, y, otra vez los más de dos mil kilómetros estaban ahí; haciendo que la lejanía rasgue los recuerdos.
Braulio llegó después de tanta espera; se quedaría por un lapso de un mes en mi ciudad natal. Él venía a pasar unos días a mi lado con el pretexto de mi graduación. En esa tarde calurosa, mi madre me hizo compañía para recogerlo en el aeropuerto. Mi experiencia no daba para creer que podría arribar sólo para estar conmigo.
Después de unos minutos de espera, apareció. Colgando de su espalda una mochila y entre sus manos la maleta; presagiaron que venía con intensión de permanecer; la sonrisa cálida se asomó primero y mi saludo efusivo entre la gente, después. Era un encuentro inusual e increíble. En el trayecto a casa, las preguntas en mi cabeza no dejaban centrar mi atención en la plática entre Braulio y mi madre. Jamás se me ocurrió pensar, si quizá era un asesino, o un loco, o algo peor. Qué me pasaba?, porqué recibía a ese hombre, sentado en el asiento del copiloto, con un acento extraño y palabras aceleradas, en mi vida?
A medida que avanzábamos en la carretera me recordó su risa, que mi intuición me decía que lo conocía. Era entonces ya parte de mí?
El comienzo de la lluvia no detuvieron nuestros pasos hacia un café cercano, las horas pasaban frente a nosotros sin percibirlo. Meses habían transcurrido desde que nos conocimos, y a penas pensábamos qué hacer de nuestro encuentro. El verlo ahí tan presente y tan lejano a la vez; me hacía sentir flotando en el espacio mismo, que me sostenía en el tiempo y mantenía en una burbuja.
Así transcurrieron veintiocho días y unas horas; a penas se dibujaba en mi realidad; todo era nuevo y delicioso, el sabor a lo desconocido y a lo irreal inundaba las habitaciones de la casa y empañaba mi vista con un aire de autenticidad. Como en el primer encuentro, cuando nos conocimos, aquel paseo tomados de la mano como grandes conocidos de siempre, así también ese verano, era igual; hablábamos de cosas trascendentales y definitivas en nuestras vidas, eso era reconfortante. Tanta espera por encontrar a alguien así, había valido la pena.
En los meses previos a ese encuentro veraniego, había hecho un tesoro de cosas para darle. Dentro de una caja de tonos verdes, con cintillas satinadas; estaban toda clase de detalles que habría de entregarle cuando le volviera a ver. Al abrirlo se respiraba un olor dulzón de unas estampillas con aromas, cosas cursis y con tonos de dependencia y con un estilo que ahora reconozco de carencia de tanto; se mantenían dentro de esa espera, dentro de esa caja.
Ahora, después de veinte años, en ocasiones me pregunto, si me hubiese amado más, las cosas habrían resultado igual. Considero que no, pero fue lo que Julia Eskarra lograba visualizar y a lo que se aferró en ese tiempo; no la juzgo, ya no.
Braulio representaba ante mis ojos, una realidad que desconocía por completo y deseaba en lo más profundo de mi ser. Una vida llena de naturaleza, de océano, de lobos marinos, delfines; estaba lejana a mis banquetas y callejones de cantera. Yo quería eso, quería distancia a mi realidad, soñaba con otra vida, con la independencia, con irme lejos. Y Braulio era todo aquello y más. Un hombre perfecto para mí y para muchos, empático con mi todos; llegó a entablar una preciosa relación con mi familia, como si fuera el hijo, que mi madre nunca tuvo.
Los días fueron iluminados por los rayos de sol y bañados por las lluvias torrenciales vespertinas. Olor a tierra mojada tienen mis recuerdos y sus ojos grises tras las nubes y verdes en el campo se quedaron en mi ilusión. Deseaba que se quedara para siempre a mi lado; pero tenía que partir, allá a donde quería ir.
Terminado el verano, caminamos para recoger su boleto de avión; los arcos rosados daban la textura de olvido en el tiempo; pasar entre ellos, hacía pensar que entrábamos en una dimensión de distancia y sombras. Braulio partiría en un par de días y la incertidumbre se hacía presente de nuevo. La incomodidad que ese papel representaba, provocaba náuseas y un llanto interno, no quería que se fuera, no quería estar sola.
El camino de vuelta al aeropuerto, siempre es distinto al de venida. Los campos se observan más secos, las nubes más cercanas. La carretera hace más lejana nuestra relación, mi posibilidad de irme de ahí, estaba guardada en su maleta y se iba con él.
Decirle adiós fue muy difícil, sus brazos me sostuvieron hasta que el tiempo terminó, el aviso de partida estaba por todo el aire, Braulio se va y las lágrimas de los dos, parecían que teníamos una historia juntos. Y se fue.
Al llegar a casa, el vacío no esperó, no hacía mucho que los pasos y su voz grave sonaba en casa; y ahora nada. Pasadas las horas, sonó el teléfono, había llegado a casa, y, otra vez los más de dos mil kilómetros estaban ahí; haciendo que la lejanía rasgue los recuerdos.
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