A mitad de la carretera
Hermosa, se había convertido en mi apodo. Esa sola palabra llenaba vacíos y lograba maquilar películas en mi mente. Enrique era un olvido recurrente, una sombra permanente; pero al fin, refundido en mi ser y en mi historia.
Braulio sabía que Enrique había existido en mi adolescencia, pero no tenía la menor idea que estaba de nuevo en mi ser. Cómo alguien perdido en el tiempo, en el dolor y en el rencor, vuelve así nada más y lo dejé entrar?, aún no lo sé. Y creo que este hecho es el que me dificulta más el perdonarle. Muchas veces pienso porqué no se aleja de mi mente, porqué cuando lo evocó mi reacción interna es de enojo y de intención de reclamar su fácil olvido y sus promesas fallidas. Sé que si le marco y le pregunto todo lo que quiero saber, voy a terminar enlodada nuevamente, en lugar de las respuestas que quisiera encontrar. Porque en su razón no existe justificación para lo que no hizo. Y es que, todos los hombres casados con un romance detrás, saben que hacer planes de amor es fácil; llevarlos a cabo, jamás.
En uno de los mensajes que mandó Enrique me pedía vernos nuevamente. Habían pasado algunos días de nuestro primer encuentro. Y aunque los mensajes no habían cesado desde ese día, era necesario vernos. Las reacciones químicas de mi cuerpo habían despertado de su letargo, y cada palabra leída era una efervescencia y ahogo, no podía gritar lo que sentía, a quién confiesas un amorío?
La fecha estaba determinada, ese segundo encuentro debía ser especial, nada casual como el primero. Enrique sabía por mis mensajes cuál era el panorama de mi vida en ese tiempo. Una mujer dedicada al hogar, con trabajo de medio tiempo; una vida ordinaria para muchos. Con algunas restricciones económicas.
Enrique propuso vernos un viernes 29 de septiembre, día en que, en mi trabajo había evento social, al que debía asistir. Eso no fue impedimento, así que me las arreglé para justificar mi salida por unas horas.
La cita era extraña, me llevaría a comer a un restaurante a la salida de la ciudad; me esperó en un cruce vial al poniente, donde tanta gente transitaba en ese momento, salida de escuelas y trabajos. Obreros y escolares, esperando su transporte; y la culpa me hacía sentir todas las miradas hacia mí. Tenía la impresión de que algún conocido llegara y me preguntara si necesitaba que me llevaran a algún sitio, qué nerviosismo en el engaño.
De pronto una camioneta gris se estacionó al lado mío. Era Enrique, puntual, con mirada audaz y complicidad metida en los labios, me dijo:
- Súbete, hermosa.
No recuerdo exactamente lo que charlamos, imágenes vívidas y vagas, van y vienen. Una indumentaria sencilla me vestía en esa ocasión; una blusa color neutro, unos jeans ajustados y zapatillas sencillas, no podía faltar el suéter tipo crop. Mi cabello largo, lo dejé suelto; recordé cómo le gustaba a él, más natural mejor.
Salimos de la ciudad en el intervalo de uno minutos, que para mí parecían horas. Me hablaba como si nunca nos hubiéramos dejado de ver. Puntualizaba sobre restaurantes, bares y lugares por el estilo; mismos que para mí eran ajenos, ya que no teníamos la costumbre con Braulio de salidas que no fueran de tipo infantil. En lo que llevábamos de casados, habíamos tenido unas dos o tres salidas solos; procurábamos guardar nuestro recursos para disfrutarlos en familia. Ahora creo que debimos haber reforzado esa parte.
Por mi falta de actualización en citas y salidas, me costó trabajo pedir y elegir algo de la carta. Qué problema ha sido siempre para Julia Eskarra decidir qué comer. Así, que Enrique me ayudó.
Nos sirvieron una carne que no tenía un aspecto elegante, más bien un poco campirano, y, un caballito de mezcal era el acompañante de aquel "manjar".
Waw.... no recordaba este detalle, hasta ahora que lo escribo. Después de la comida, buscó en su cartera un obserquio que me había comprado. Un brazalete de piel trenzado con un broche alargado de plata, idéntico a la que él portaba. Hizo de ese momento, un compromiso, un pacto, un secreto. Asomados por el ventanal del restaurante observábamos la lluvia que se paseaba por el campo; unos pinos alargados y señoriales dejaban asomar algunos rayos del Sol entre aquella tormenta. Mi imaginación se había quedado corta entre aquellos instantes. El olor a humo y a tierra mojada, dejaron en mis ropas, el rastro de aquello. Un pequeño lago se visualizaba en la lejanía, mientras unos patos blancos y cisnes navegaban, ignorando las gotas frías que caían a borbotones. Todo aquello dibujó en mi memoria lo que hubiera podido desear como mujer, no me importó nada más; ese lapso breve de tiempo era sólo para mí, estaba en una burbuja de deseo y felicidad ligera, sólo mía. Así lo guardé, cerré los ojos por un momento, suspiré y murmuré para mí: esto es sólo mío. Enrique callado a mi lado, esperaba a que regresara de mis memorias, sin decir nada más; o quizá, no sé, él también guardando es e instante.
El regreso a la ciudad fue interrumpido por una parada abrupta. De pronto a mitad de carretera, salimos del camino. La lluvia intensa y nuestra cálida respiración, habían hecho que los cristales se empañaran y sólo se pudieran reconocer unas sombras lejanas de color verde y las gotas correr, al unirse unas con otras. Mi corazón estaba nublado y se había inflado tanto, que sentía que reventaría mi pecho, mis palabras salían sin sentido; hasta que me callaron sus labios. Habían pasado muchos años, muchos recuerdos, muchos olvidos; pero sensaciones como esas no se habían perdido.
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