Sollozando con la boca tapada

Al mirar atrás y detenerme un poco en el comienzo del encuentro conmigo, del descubrimiento de mi propia existencia, del poder hacerme cargo de mí misma, es echar un vistazo a situaciones donde expuse mi alma, mi cuerpo y mi dignidad por un poco de autoestima.
Después de dos años y medio de relación con Enrique durante mi adolescencia; relación al principio tierna, que se tornó en sexual y de mucho abuso psicológico. La relación poco a poco se extinguía, sin yo darme cuenta. 
Mis padres me había inscrito en una escuela de monjas, porque estaban cansados de que mi vida girara en torno a Enrique, nunca fue de su total agrado y no era para menos. Mi humor dependía de la manera que me trataba. Me volví rebelde y mentía muchas veces para poder verle por las mañanas donde  él me citara, sin importar la hora, las tareas o indicaciones de mi madre.
Aún con que mi padre lo había visto con otras en la calle, nunca le creí y lo defendí hasta limitar mis conversaciones con él para no tocar el tema y poder vivir mi cuento de hadas. Después de muchos años, el mismo Enrique, sin yo pedírselo, me confesó todas sus infidelidades de novios; que inocente y estúpida era.
Nuestra relación de novios era enfermiza; era imposible que usara maquillaje, que me pintara las uñas, que vistiera diferente a él. Todo mi guardarropa estaba seleccionado por un estándar, que si bien, yo había elegido por la necesidad de mimetizarme con Enrique, no era mi personalidad en realidad. Antes de conocerlo, amaba los colores pastel, las faldas, el delineado en los ojos y la música ochentera en inglés. Después mis atuendos eran oscuros, con nulo maquillaje. Cuando era necesario ir a alguna fiesta familiar, en qué grandes aprietos entrábamos mi madre y yo. 
Dentro de mí, algo me decía que aquella relación no era la mejor, había días en los que hubiera preferido seguir viendo la televisión en lugar de verlo. Casi no iba a fiestas, ya que cuando lo hacía, él me celaba o hacía dramas, y así mi mundo se fue cerrando cada vez más. Recuerdo vagamente, una ocasión en que las madres nos llevaron a su casa;  en la cual existe una hermosa capilla, con pilares de cantera rosada, bancas de finos acabados en madera y un altar con aire fresco y limpio, con tonos blanco y carmín, al costado izquierdo, posa sobre un nicho la imagen de una virgen Mather. Al llegar a aquel pacífico lugar, la madre superiora, nos habló sobre su historia y su mágico poder sobre las cosas imposibles. Eran los primeros días de mayo, cuando cerré los ojos y comencé a llorar y a suplicar:
- Mather, si eres tan poderosa y sabes lo que es mejor para mí, y Enrique no lo es, aléjalo de mí, no importa la forma, llévalo lejos de mí. 
Ahora, después de tanto, sé que mi YO sabio, el más profundo de mi ser, era el que suplicaba suplicaba, porque Julia no podía.
Pasados unos días, una noche, llegó Enrique a verme, como cada día a la hora de siempre, sólo que con una sorpresa guardada durante varios meses atrás por él y por la otra con la que se veía a mis espaldas. El poco tacto que lo caracterizaba salió a flote, y sin esperar ni un minuto, me dijo que debíamos terminar., que ya no me amaba. Muchas veces como aquella noche; he sentido, como el mundo entero se vuelca sobre mí. No podía creerlo, nunca había visto (claro desde mi ciega perspectiva), ninguna señal de partida. No podía dejarlo ir así, mi vida entera estaba en esa relación, nada tendría sentido sin él. Maldije no haberme embarazado en el trayecto de aquel noviazgo, lloré; lloré desesperadamente, suplicando un aliento de esperanza,  que cambiara de opinión. Pero Enrique dio la vuelta a la calle y se fue. Me dejó desmoronada, sin rostro, sin identidad, sin él. Ese día había olvidado mis anteriores peticiones a Mather, mi YO herido era el único existente.
Cuando entré a casa, mi padre no podía creer lo que veía, una hija hecha trizas, que no podía ni siquiera respirar; si no le toleraban, en ese momento menos. Como pude subí las escaleras hasta mi habitación, donde estaba Enrique en cada recoveco; había hecho de mi espacio personal el suyo, cada cosa que me regalaba estaba en un lugar especial. Su olor en mi almohada estaba impregnado, estaba y se reía de mí. Me costaba creer lo que recién había sucedido, puse en la grabadora unas de las cintas que me había regalado recientemente y lloré, tanto que me quedé dormida.
A la mañana siguiente, las lágrimas salían de mis ojos sin siquiera percibirlo. No podía concentrarme; y así le siguieron los quince días venideros. Quince días justo antes de mi cumpleaños. Hermosa fecha había encontrado aquel sujeto para darme el tiro de gracia.
Mi padre molesto me gritaba que dejara de llorar, pues nadie había muerto. Él no entendía, había muerto yo misma.
Se acercaba mi cumpleaños y mi cuerpo era el autómata más triste que existía. Mis padres no sabían ya qué más decir, estaban molestos, pero tranquilos por saber que había desaparecido de mi vida. Ahora habría que rescatarme.
Para mi cumpleaños número diecisiete, compraron un pastel para festejarme, cuando yo no tenía nada que festejar. Mi familia a la expectativa de mi reacción, sin saber, que ese evento detonó mi primera depresión. Todo era plano, la música no sonaba y yo, detesté que me cantaran las mañanitas; canción nefasta.
Entonces, sonó el timbre de casa, y alguien dijo:
- Julia, te buscan - con voz molesta e irritada.
Cuando salí y vi a Enrique mi vida regresó, mi alma volvía a brillar. Dejé el festejo a medias y salí corriendo y me abracé de él. Enrique me pidió volver. No sé porqué causa, seguramente había discutido con la otra; pero a mí no me importaban los argumentos, el hecho estaba en que tenía una rosa entre sus delgadas manos y era para mí. Qué más podría pedir aquél día. Qué lejos estaba de la felicidad.
Los días avanzaban y la rutina de vernos con Enrique continuó, sin embargo, ya no era lo mismo. Estábamos ausentes, él más distante que yo; y aún cuando parecía normal, pasados unos días, se volvió a marchar.
Después de algunos días, logré abrir aquella caja y romper sus cartas, tirar la ropa que me hacía uno con él; me despojé de dos años y medio de alguien que no era yo, y se fue a la basura, donde debía estar todo desde hace más de lo que hubiera deseado; tal vez, no me hubiera perdido.
Tanto era mi vida Enrique, que cuando le dije que quería ser antropóloga, él me dijo que primero estudiáramos juntos arquitectura, así que buscando ese anhelo, que no era mío, tuve que cambiarme de prepa. Ya sin él, sin mi y sin nada; me sentía más perdida que nunca, esa era una carrera que no me hacía vibrar, sin embargo ahí estaba, preparándome para ingresar a un mundo sin rumbo para mí.
Entre la adaptación a la nueva escuela, la búsqueda de mi yo, la decisión de mi futuro (que no me importaba), tomé varias decisiones, más equivocadas, una y otra vez. Salí con varios chicos, unos patanes; mi escasa autoestima no me permitía esperar algo mejor. Me sentía tan devaluada que me daba igual estar con quien fuera. 

En esa época hice cosas que nunca pensaba que podría hacer, me dejé pisotear, que se burlaran de mí. Nadie, ni yo, sabía que la depresión me tenía en el fondo de mi propia existencia. Los días, aparentemente eran llevaderos, pero cuando ya no podía más, corría a los baños, me recargaba en la pared y sollozando con la boca tapada, me derrumbaba en aquel azulejo gris. Cuando sentía que podía seguir, me secaba las lágrimas y salía por la puerta a tratar de vivir, de vivir una vida oscura, porque en el fondo de una depresión  grave en una adolescente, así se vive.


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