Ranas y sapos

Ese sonido que hace latir mi corazón como animales salvajes en estampida, que retumba en mis adentros como queriendo estallar por partes mi ser.  Hacen que mis piernas se paralicen y  no puedo hablar, tengo ganas de llorar y gritar; tengo miedo, un miedo que no puedo entender. El croar de los sapos y las ranas  paralizan mi vida. Una absurda fobia se ha prendido de mi alma, anidada en mi mente, como una maldición permanente.
Ni las terapias habían dado con el origen de esta extraña fobia de Julia Eskarra, ya había escudriñado entre varios recuerdos para poder saber dónde había nacido esta repulsión que la hacía parecer una loca cada vez que aparecía alguno de estos anfibios cerca, sin lograr alguna respuesta. Los episodios eran más frenéticos a medida que pasaba el tiempo, sin obtener respuestas.
Un día, lloviendo estaba, cuando el cielo decidió desbordarse frente a mis ojos, el cielo gris parecía arremolinarse dentro de aquel paisaje y hacerlo parecer funéstamente atractivo. Un cielo intempestuoso enmarcaba aquella tarde, y yo lo disfrutaba. De pronto, logré escuchar el croar de los sapos que cantaban felices por la tormenta; sentí como si mis piernas se encapsularan con una especie de férula y la desesperación en ellas subía por mi cuerpo, mis manos se cerraron al mismo tiempo que mi garganta y mis ojos se rasaron  al instante; el instinto de huida estaba en mi cuerpo, pero lo poco que quedaba de razón en mí, me indicaba quedarme para no parecer una loca. 
Lloré, me permití sollozar en silencio mientras me retiraba del lugar. Aquellos animalejos me gritaban lo puta que me sentía, por primera vez logré entender el significado de aquella incomprensible fobia. Cerré mis ojos y me abracé por dentro, Julia era una niña, una niña de cinco años solamente; entonces, dejarla llorar era lo más comprensible y justo.
Apareció como en una película vieja, aquella tarde de verano, en una ciudad que visitamos en familia. Los risos negros y su voz gruesa sonaban en mi pecho, era él. Estábamos jugando todos en la calle, dejando correr el agua entre nuestros pies y las risas. Las gotas rodaban por nuestros rostros y caían directas a nuestras bocas abiertas por las carcajadas. El juego era sencillo, atrapar a todos los sapos que pudiéramos para meterlos en la chamarra rompevientos de Robert. Todos nos divertimos aquella vez, recuerdo vagamente haber sostenido entre mis pequeñas manos algunos sapos; el moco que resbalaba por mis dedos hacía más divertida la travesura. Eran regordetes, con pequeñas perforaciones sobre su lomo y unos ojos saltones, las ancas empujaban las palmas de mis manos para poder escapar antes de llevarlos presos. Qué asco.
A mi corta edad, aquello parecía divertido, lejos de ser asqueroso o repugnante. Lo repugnante vino a mi inconsciente y ahí se quedó. La repulsión no era a los sapos o ranas. Era para Julia Eskarra, pecaminosa y sucia, batida de moco y lodo, mojada de principio a fin, ni las botitas de lluvia color rojo carmín me salvaron del fango. El asco, la repulsión era para mí, para mí por mala que era, por amar a los cinco años a quien no debía. Y así de sencillo era, había enviado todo mi sentir hacia aquella tarde, hacia aquel instante. Esa era mi fobia, la había descubierto, lo sabía, no era fácil perdonarme, perdonar a una niña de cinco añitos, a Julia Eskarra que a penas conocía el mundo, que amo a quien no debía; ahora las ranas y sapos son parte de mi vida, de mi oscuridad y de mis gotas cayendo, de mi infancia y de lo que reste de mi vida.
Abrazo esta fobia que la hice mía, abrazo a Julia niña.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Con vehemencia

Amor