Volar lejos
Las noches llegaban más rápido de lo que prometían, eran unas indecentes y desvergonzadas. Deseaba que se desvanecieran; pero se posaban sobre el techo de mi casa, y se escurrían en partes por la teja del techo que protegía la escalera. Para no discutir con ellas, ahí me quedaba, sentada en el quicio de la puerta que daba a la pequeña sala, sobre los primeros escalones, esperando llegar a una tregua.
Las baldosas frescas y rugosas me hacía sentir en un ambiente rústico y lejano de la ciudad. Me sentaba descalza y con camisón ligero; para que el aire corriera por mi cuerpo y me dejaran soñar despierta. El viento volaba los largos mechones de mi cabello negro, tapando mi rostro, haciendo más lúgubre mi soledad nocturna. Alzaba los ojos al cielo y podía ver las estrellas, observaba su tintineo; después, cerrando los ojos y abriendo los brazos, soñaba con volar; mis nuevas alas se desplegaban por los aires y dejaba todo atrás; la soledad y la tristeza. Volaba alto, dando piruetas en el aire, para luego dejarme ir en picada, deteniendo mi aterrizaje unos metros antes de chocar con el pasto o el mar. Solía alejarme de Julia Eskarra, así. Me hace enojar sus decisiones, y aún cuando la comprendo, me es necesario dejarla y salir de ahí para ser libre y soñar. Dejarla llorar y lamentarse, mientras yo vuelo y respiro, descansando de ella.
Estaba cansada, y esos paseos primaverales me dejaban tomar un fuerte respiro y darme cuenta que soy más que la otra. El viento me recordaba lo esencial que soy para mí; cuántos años me había llevado rescatarme de las garras de la depresión y del recuerdo de Enrique en la adolescencia. Y me daba cuenta de todo, poco a poco.
Podía observar a través de los ojos de Enrique la falsedad de sus promesas, los días pasaban y cuando le externaba las incongruencias de nuestra relación, se mostraba incapaz de comprender. Sólo se sentía tranquilo, si Braulio se mantenía lejos; que no me tocara, que no tuviera ningún tipo de muestra de amor hacia mí. Pero él, romper sus relaciones no era posible. La espera es una carta que se juega a diario en el papel de la otra; se convierte en una carta gastada y doblada de las esquinas; y cuando no te das cuenta, desaparece.
Eso sucedió, aquel día. Tomé la decisión de romper todo lazo con Enrique. Dejar sus recuerdos, olvidar su número telefónico; como en el pasado lo habría hecho. Y me preguntaba:
- Julia, no puedes ser más valiente ahora que en la adolescencia?
Esa noche, llegó. Sabía que algo había cambiado. Yo extrañaba a la Julia que se paseaba entre sus hijas y bailaba con Braulio en la sala sin música. Necesitaba traerme de vuelta a casa.
Sonaba un álbum de un cantante que estaba de moda cuando mis padres eran jóvenes y yo era una niña. Lo dejé cantar y recordarme que ese era el día en que sería libre y completa. Le dije lo que pensaba, estaba agotada de esperar; contrario a lo que hubiera querido. Enrique aceptó la ruptura, no sin antes despedirse. Así, entre las sombras, se aparecía y cerraba los ojos, desapareciendo poco a poco.
Lejos de sentirme amada, me llevó al último día que nos vimos cuando adolescentes.
Yo estaba desesperada por no saber nada de él, había desaparecido entre la noche después de mi cumpleaños. Así que tomé el primer transporte público que creí me llevaría hasta el otro extremo de la ciudad, y busqué su casa. Caminé nerviosamente por lugares desconocidos y tenía miedo. Al llegar, toqué la reja metálica y asomó su rostro. Sorprendido y un tanto molesto por la visita, a regañadientes me hizo pasar a la sala de su casa. Una sala con un tapiz de terciopelo vino y botones redondeados, forrados e incrustados en el respaldo para reforzar aquellos muebles; me senté en el más pequeño y él, frente a mí; en una pequeña mesita de centro de madera comprimida. Miraba mis ojos de manera burlona, preguntando, una y otra vez, qué buscaba ahí?
Sin saber en realidad qué fui a hacer, me quedé callada, bajé mi mirada y sentí sus manos tocar mis rodillas desnudas; la faldita escocesa no lograba cubrir la totalidad de mis piernas ni de mi dignidad. Las recorrió, me quitó la ropa íntima y me sentí sucia, usada, basura. Me susurró entre dientes:
- A eso vienes, no?
Cuando terminó, se retiró, de mí y me dejó sola en aquella salita color vino de terciopelo. Subí mi ropa y mi dolor creció. Me dejó ahí por varios minutos y, me fui. Fue la última vez que supo de mí.
Así, aquella noche. Recordé a Enrique frío y lejano. Sólo su cuerpo entre las sombras se dibujó. Le dije adiós y aceptó. Se fue.
Las estrellas no parpadeaban, estaban tan atónitas como yo. Dejó correr aquella película, hasta que la cinta diera de bandazos por el carrete y ni siquiera la paró. Sólo sonrió y se fue.
Me quedé sin respiro, sintiéndome usada nuevamente y sola; me quedé en el quicio de la puerta, cerré mis ojos levanté los brazo, el aire sonó con fuerza y grité. Grité lo más fuerte que pude y volé, volé lejos, muy lejos de ahí.
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