Enrique
Los días se avecinaban ligeros y frescos, la temporada de lluvias en la zona era la mejor parte de esos días. Las gotas refrescaban los grandes ventanales de la nueva casa y los relámpagos iluminaban las habitaciones en las noches de tormenta. Se escuchaba el crujir de las ramas de los árboles de la calle, la pequeña corriente que se formaba sobre la acera me parecía tranquilizante. disfrutaba aquellas noches; Braulio dormía en su cama, en nuestra cama, a mi lado, y mis hijas a pesar las grandes tormentas descansaban plácidamente en sus camitas individuales. La lluvia limpiaba la ciudad y mi conciencia de los recuerdos de Enrique. Esta era una nueva etapa en mi vida, sentía la paz en mi rostro y ahí se quedaba; ahora todo estaba bien.
Ese verano, llegamos a la conclusión que debíamos tener de nuevo nuestros anillos de matrimonio. Un matrimonio desquebrajado y vuelto a pegar, quizá le quedaran por ahí algunos indicios de felicidad perdurable. Junté algunas piezas de plata que guardaba, hacía años, y las mandé fundir para nuestros anillos nupciales. Anillos sencillos y delgados fueron los que estaban grabados con nuestros nombres. Faltaban sólo un par de días para la primera comunión de nuestra hija menor y los preparativos estaban sobre nuestra mesa, en las conversaciones del día y en los sueños de ella.
Quiero pensar que era quizá aquel acontecimiento el que me ausentaba del personaje que tanto pensaba a penas unos meses atrás. En las cortinas de aquella gran casa se resbalaba su recuerdo y en los marcos de las puertas no podía sostenerse ni una de sus palabras, porque no estaba más.
Lo curioso es que no lo extrañaba ni un ápice, mis dedos no deseaban tocarle, ni mis ojos ver su cara mentirme. Era ya, un personaje ajeno a mi nueva realidad.
El día de la primera comunión de mi hija, me prometí dirigir mi vida por el sendero de la paz, la paz para los demás y para mí. Aquel día, después de la ceremonia religiosa, nos entregamos mutuamente nuestras nuevas sortijas, parecían hermosas en nuestras manos y la esperanza latía en nuestros corazones, al ritmo de las risas de nuestras hijas. Todo iba como tendría que ser.
Hasta que una tarde, sonó mi celular. Era Enrique nuevamente. Mi estómago se redujo a nada y mi piel perdió el tono acostumbrado, me había quedado sin palabras, mientras Enrique me llamaba "hermosa".
- Hermosa, por favor contesta-
Mi instinto actuó primero y colgué sin pensar, tenía que proteger lo que había recuperado. No podía perderlo todo de nuevo.
El timbre sonaba y sonaba y mi cabeza me daba vueltas, cerré los ojos mientras observaba una y otra vez aquellas llamadas incansables. Qué demonios le pasaba!!!
Después de mucho rato pude observar la entrada de mensaje.
- Me accidenté con un camión-
Sabía que no era cierto y si lo era, no me habría hablado a mí. Pero no pude evitar responder.
-¿Estás bien?
-Sí, hermosa, sólo el susto.
Y no se pudo parar. Como no se puede parar lo que ya venía en envestida, aquello que ya tiene meses en camino, un amor inconcluso irascible e incomprensible. Así volvía aquello.
Esa noche no podía conciliar el sueño, ni la lluvia, ni las palabras tiernas de Braulio, lograban alejar de mis recuerdos aquellos mensajes. Sus mensajes y llamadas, fueron mucho tiempo, como una arena movediza. Mientras no pensara en él y no me moviera, mi realidad seguía estable, pero cualquier palabra o paso en falso y mi hundida era inevitable.
-Debimos haber partido hace un par de meses a donde te ofrecieron trabajo, Braulio- susurré, mientras desayunábamos aquella mañana de fin de semana.
Mis hijas volvieron sus ojitos a mí y Braulio intrigado se detuvo antes de tomar su jugo.
- ¿Por qué?, ¿qué pasó?, replicó Braulio sin saber nada.
Estaba molesta e inquieta, no quería estar ahí ni en ningún sitio, sólo no quería ser yo, nunca más.
Me sentía rara, quería verle de nuevo, escuchar su voz y tocar sus labios, ¿qué pasaba de nuevo?
pasaron varios días desde aquel mensaje, todas y cada una de ellas con aquellos tonos de duda y sinsabor.
Una noche me habló una amiga por teléfono, estaba pasando por una crisis y salí en su auxilio. Mala idea, muy mala la siguiente y más cuando se convierte en acción.
En el auto, tomé el teléfono y le marqué. Estaba entrada la noche, pero me citó. Quería hablar conmigo. Conduje sin pensar, las luces de los autos no lograron despertar mi conciencia anestesiada nuevamente por su voz. Estacioné mi vehículo en un callejón, atrás de un concurrido centro comercial; donde habíamos quedado de vernos. Me sudaban las manos y mi voz se entrecortaba. Estaba oscuro, sólo una pequeña luz del alumbrado público descubría algunas sombras de aquel encuentro. Poco a poco apareció a lo lejos de la calle, con su chamarra de lana y sus manos frías metidas en los bolsillos laterales. La mirada fija en mi rostro y su aspecto viejo me robó el respiro. El sonido de la manija de la portezuela y su voz me hicieron respirar. No tuve ni un segundo para pronunciar palabras, cuando sus brazos estaban rodeando mi cuerpo en un abrazo largo y cálido. Ahí se quedó guardado, en mi piel, en mi respiro, en mis sueños.
Ese verano, llegamos a la conclusión que debíamos tener de nuevo nuestros anillos de matrimonio. Un matrimonio desquebrajado y vuelto a pegar, quizá le quedaran por ahí algunos indicios de felicidad perdurable. Junté algunas piezas de plata que guardaba, hacía años, y las mandé fundir para nuestros anillos nupciales. Anillos sencillos y delgados fueron los que estaban grabados con nuestros nombres. Faltaban sólo un par de días para la primera comunión de nuestra hija menor y los preparativos estaban sobre nuestra mesa, en las conversaciones del día y en los sueños de ella.
Quiero pensar que era quizá aquel acontecimiento el que me ausentaba del personaje que tanto pensaba a penas unos meses atrás. En las cortinas de aquella gran casa se resbalaba su recuerdo y en los marcos de las puertas no podía sostenerse ni una de sus palabras, porque no estaba más.
Lo curioso es que no lo extrañaba ni un ápice, mis dedos no deseaban tocarle, ni mis ojos ver su cara mentirme. Era ya, un personaje ajeno a mi nueva realidad.
El día de la primera comunión de mi hija, me prometí dirigir mi vida por el sendero de la paz, la paz para los demás y para mí. Aquel día, después de la ceremonia religiosa, nos entregamos mutuamente nuestras nuevas sortijas, parecían hermosas en nuestras manos y la esperanza latía en nuestros corazones, al ritmo de las risas de nuestras hijas. Todo iba como tendría que ser.
Hasta que una tarde, sonó mi celular. Era Enrique nuevamente. Mi estómago se redujo a nada y mi piel perdió el tono acostumbrado, me había quedado sin palabras, mientras Enrique me llamaba "hermosa".
- Hermosa, por favor contesta-
Mi instinto actuó primero y colgué sin pensar, tenía que proteger lo que había recuperado. No podía perderlo todo de nuevo.
El timbre sonaba y sonaba y mi cabeza me daba vueltas, cerré los ojos mientras observaba una y otra vez aquellas llamadas incansables. Qué demonios le pasaba!!!
Después de mucho rato pude observar la entrada de mensaje.
- Me accidenté con un camión-
Sabía que no era cierto y si lo era, no me habría hablado a mí. Pero no pude evitar responder.
-¿Estás bien?
-Sí, hermosa, sólo el susto.
Y no se pudo parar. Como no se puede parar lo que ya venía en envestida, aquello que ya tiene meses en camino, un amor inconcluso irascible e incomprensible. Así volvía aquello.
Esa noche no podía conciliar el sueño, ni la lluvia, ni las palabras tiernas de Braulio, lograban alejar de mis recuerdos aquellos mensajes. Sus mensajes y llamadas, fueron mucho tiempo, como una arena movediza. Mientras no pensara en él y no me moviera, mi realidad seguía estable, pero cualquier palabra o paso en falso y mi hundida era inevitable.
-Debimos haber partido hace un par de meses a donde te ofrecieron trabajo, Braulio- susurré, mientras desayunábamos aquella mañana de fin de semana.
Mis hijas volvieron sus ojitos a mí y Braulio intrigado se detuvo antes de tomar su jugo.
- ¿Por qué?, ¿qué pasó?, replicó Braulio sin saber nada.
Estaba molesta e inquieta, no quería estar ahí ni en ningún sitio, sólo no quería ser yo, nunca más.
Me sentía rara, quería verle de nuevo, escuchar su voz y tocar sus labios, ¿qué pasaba de nuevo?
pasaron varios días desde aquel mensaje, todas y cada una de ellas con aquellos tonos de duda y sinsabor.
Una noche me habló una amiga por teléfono, estaba pasando por una crisis y salí en su auxilio. Mala idea, muy mala la siguiente y más cuando se convierte en acción.
En el auto, tomé el teléfono y le marqué. Estaba entrada la noche, pero me citó. Quería hablar conmigo. Conduje sin pensar, las luces de los autos no lograron despertar mi conciencia anestesiada nuevamente por su voz. Estacioné mi vehículo en un callejón, atrás de un concurrido centro comercial; donde habíamos quedado de vernos. Me sudaban las manos y mi voz se entrecortaba. Estaba oscuro, sólo una pequeña luz del alumbrado público descubría algunas sombras de aquel encuentro. Poco a poco apareció a lo lejos de la calle, con su chamarra de lana y sus manos frías metidas en los bolsillos laterales. La mirada fija en mi rostro y su aspecto viejo me robó el respiro. El sonido de la manija de la portezuela y su voz me hicieron respirar. No tuve ni un segundo para pronunciar palabras, cuando sus brazos estaban rodeando mi cuerpo en un abrazo largo y cálido. Ahí se quedó guardado, en mi piel, en mi respiro, en mis sueños.
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