Por la ventana
La perfección de la vida se cansó de la ligereza; aquel día, simplemente, hizo sus maletas y se fue de casa. Estaba cansada de posarse frente a mí y tratar de maquillar mi vida día tras día. Sencillamente se largó, se escabulló azotando la puerta; dejó de lado la mesura, estaba agotada de mí. Me miró aquella mañana y se quedó callada, parecía desvanecerse por la rendija del lavavajillas y evaporarse por la campana de la estufa. Su mirada estaba desencajada, estaba rendida y no podía más. No cruzamos frase alguna, sólo se fue. La casa estaba vacía de ella, estaba de nuevo como antes; con los rayos de Sol entrando sin orden por entre las cortinas, y las partículas de algo flotando lentas frente a las ventanas.
Me quedé sentada en la barra de la cocina de aquella casona que se había convertido en un bello hogar por varios meses, esperando que aquella que salió derrotada volviera. Me serví un café y esperé, el silencio estaba presente; me daba la espalda y susurraba entre dientes; mi curiosidad pretendía saber qué pensaba de mí, cuando yo misma era quien habría detallado mi imagen sobre los espejos de la casa. La perfección, sólo los había empañado un poco, pero en realidad ahí estaba la real, la verdadera Julia Eskarra. Un poco más delgada que hacía unos meses, con aquellas pecas en mis mejillas y mis ojos color negro profundo, mis cabellos negros sobre los hombros y la culpa escondida detrás de mis labios. Nuevamente se asomaba; me levanté y me acerqué al gran ventanal de la sala y pude observar desolación y confusión en mi ser. Eso era parte de mi pasado y no me agradaba reconocerlo. Esas sombras se montaban una vez más en mis pecas, en mis hombros, en mis ojos. La perfección de mi vida ya no estaba más.
Habían pasado sólo un par de horas desde aquel portazo matutino y ya la extrañaba. Me sentía enferma de mi; necesitaba la pulcritud con la que se paseaba por la casa, sus constantes murmullos entre los escalones que daban a las alcobas, ocupaba de la simetría con las que ordenaba las tazas en las repisas de la cocina y del sonido del agua corriendo por el patio de la entrada en las mañanas. No sabía, si yo sola podría con todo ese orden en mi cabeza, si nuevamente me sentía perdida por dentro.
Temía perder la cabeza nuevamente, que la Julia sin frenos llevara al desquicio la casa y toda mi vida junta.
Así pasó aquel día. El silencio me dejó con la boca seca, no me dejaba pasar saliva y mi voz no tenía nada que decir. Sólo podía pensar en el gran error que es invocar a Enrique y verle de nuevo. Sobre todo lo último. Mi equilibrio era frágil y cualquier ráfaga con su aroma era una perdición para mi estabilidad.
Braulio notaba mi ausencia nuevamente. Se sentó en la jardinera que daba a la calle sin decir una sola palabra, yo tampoco quería saber lo que pensaba. La noche llegó y sólo nos propinó unas estrellas a lo lejos, tan lejos que parecían intocables incluso con la mirada.
Comentarios
Publicar un comentario