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La sonrisa de Enrique era especial, tenía cierto tono de misterio que escondía entre la mejilla derecha; ya que lo hacía más bien como una mueca, esta reacción instantánea se desataba entre líneas, cuando no tenía mucho ánimo de reír por completo. Sus pupilas se llenaban de brillo cuando tenía algo que le hacía gracia, pero pocas veces lo escuché reír descaradamente. Despertar esas sonrisas a medias, era todo un proyecto de amor. Enrique nunca fue muy alegre; más bien me suena  melancólico. Era lo contrario de Braulio. Enrique era demasiada burocracia para ser feliz y con Braulio, la vida siempre fue más sencilla y divertida.
Me gustaba ese tono que escondía Enrique entre sus mejillas, un tanto sombrío, pero a la vez seductor. No lograba separar ambas escenas de su mirada. Hubiera querido que riera conmigo, que me ayudara a ver la vida más ligera. 
Mis ojos también guardaban muchas sombras, la depresión que me envolvía de manera avasallante, me hacía olvidar. No recordaba cómo se sentía ser feliz y estar en paz. Cada día despertaba con el ánimo de estar despierta, alerta y alegre. El despertador sonaba sin reservas a las cinco de la mañana, mientras mis ojos hinchados de llanto lograban enfocar y ver mi realidad. Me dirigía a las habitaciones de mis hijas, para despertarlas con besos y caricias, tratando de que no percibieran que les faltaban los mimos de su padre. Su inocencia, hacía mi madrugada más llevadera, preparando el lunch juntas, con música a todo volumen, para no escuchar los silencios de las paredes, de aquella casona; que nos quedaba grande.
Llevarlas al colegio, era una travesía de bromas y cantos a todo pulmón para omitir la ausencia y la realidad. Una vez de vuelta a casa, las lágrimas me ahogaban. Salía a  la trinchera nocturna a buscar entre las macetas de helechos lo que quedaba de una cajetilla de cigarros. Así acallaba mi mente, con un poco de humo; para lograr la espera de los mensajes de Enrique. Deseaba que estuviera ahí, esperando mi regreso y no tener que fumarme mi soledad. 
Una mañana, mientras fumaba y escuchaba melodías deprimentes, sonó el timbre. Mi estómago dio un vuelco. No abría la puerta siempre, no deseaba tener visitas, ni me importaba hablar con nadie. Pero el sonido era insistente. Me dirigí al portón sin zapatos para que no sospecharan que me acercaba, sin embargo, una voz tranquilizante, me dijo en voz baja,por la rendija:
 -Hermosa, abre la puerta-
Abrí rápidamente y lo abracé con todas las fuerzas que se reúnen en el silencio. Recibió mi amor de manera tierna, sin pronunciar una sola palabra. Pasaron miles de segundos para mí, mis oídos se taparon y sólo percibía el latido de su corazón corriendo por las venas de sus brazos. Entre el amor confundido y el deseo se pierde la noción de muchas cosas. Perdidas se quedaron entre las partículas de la habitación donde se escuchaba el silencio y se respiraba... Se respiraba todo lo que no podía decir, lo contenido en mis muslos, en mi cadera y en mis manos. Así se contuvo aquellos sentimientos por un buen rato, en silencio, con los ojos cerrados.
Serví un té, en aquella barra de la cocina, no tenía ganas de hablar, deseaba que aquel acontecimiento matutino se quedara suspendido en mi recuerdo y no se lo llevara con su partida. Muda y sin energía, le abrí la puerta y se fue.

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