Sin mesura
Sentada en la cama una mañana, la confusión había regresado a mi vida. Mi cabeza daba vueltas en varias direcciones y le costaba trabajo regresar a la tranquilidad que había logrado en aquellos meses, con la ausencia de Enrique. Las lágrimas salían solas y rodaban por mi rostro una tras otra. Braulio entraba y salía de la habitación. No obtenía las respuestas que buscaba y yo no podía decir las palabras que se requerían. Mi único argumento estúpido fue:
- No quiero volver a lastimarte- entre sollozos y silencios, no sabía qué más decir.
Enrique había logrado asomar su sombra en mi vida, nuevamente y se lo permití. Pero ya no podría vivir engañando a Braulio de manera tan descarada y sin piedad.
Aquella noche, Braulio lloró. Como nunca lo había visto hacerlo; sin mesura, sin restricciones, dejando de lado y sin voltear a ver quién lo miraba. Ahí tendido, sobre el tapete de la sala de estar; su cabeza estaba hundida sobre cojines color ocre y otros en tono neutro; su piel blanca, se veía más acentuada entre aquellos colores y la media luz que se aparecía en aquél cuadro, digno de una ejecución en la guillotina para Julia Eskarra. Sus lamentos me golpeaban en la cara recordándome lo baja que he resultado en tantos momentos. No era la mujer que él merecía; pero tampoco podía ya disfrazarme y ser "buena". Había algo dentro de mí, que no lograba entender. Ahora, después de siete años, entiendo tanto de lo sucedido; y lo lloro. Si hubiera sabido porqué me resultó más fácil ser infiel y el porqué de ello, no hubiera sufrido tanto después. Pero así debió ser.
Braulio tomó el primer vuelo que encontró para regresar a su hogar y alejarse de la persona más dañina que le había resultado hasta aquel momento. Tomó sus maletas y se fue, dejó la casa; con dolor se despidió de sus hijas y con la cara llena de culpa las abracé, deseando desvanecerme entre sus lágrimas para siempre.
El coche se alejó y quise salir corriendo tras él. Pero ya le había hecho suficiente daño, conmigo sólo era la incertidumbre de una loca insensata.
Aquella noche no podía dormir; sin saber entró una vieja visitante, habitante pasajera y dolorosa en mi mente y cuerpo. Entró sigilosa con el viento que sacudió las cortinas. Las hizo temblar y parecer suaves al mismo tiempo. Entró la depresión poco a poco. Era el segundo episodio con el que me enfrentaría en mi vida. Sin saberlo, se posó frente a mi cama e invocó mi nombre, el insomnio es una de las primeras señales de su presencia. No la había escuchado aún, o no la quise ver; eso ya qué más da. Necesitaba algo para tranquilizar mi culpa, poder conciliar el sueño y no verla a ella.
Sin encender las luces de la escalera, bajé uno a uno los escalones fríos; al llegar al último, me pareció ver la sombra de Braulio, pero no estaba más. Caminé hasta la cocina en penumbras y sin ánimos. Busqué como loca un cigarro, una pastilla; algo que callara mi alma y dejara en paz a mi razón. Lo único que logré encontrar, fue un trago; un trago caliente de lo que antes fue usado para preparar rompope casero. Lo serví y bebí. El recato ya no era lo mío. Mi garganta se había quemado aquella noche y mis entrañas se aquietaron. Tomé el vaso y volvía a servir, una y otra vez, sin contar cuántos tragos habían pasado de una sola vez por mi garganta. No sabía que esa noche me estaba lanzando a un hábito tan desagradable como yo.
Lo incontable y absurdo era que lloraba por algo que yo misma había provocado y me dolía, me estaba doliendo más que cuando Enrique desapareció aquella noche. Y ni siquiera lo podía ver, quizá el abotagamiento de mi rostro no me permitía notar la realidad, y mirar que no estaba más.
A d
ónde vas Braulio, para poder alcanzarte?, esto era el final de aquella historia que un día comenzó; y tuve la sangre revuelta para, de tajo, arrancar todo lo que habíamos logrado. Esta segunda separación no era igual a la anterior. Se había ido lejos, estaba sola... sola.
ónde vas Braulio, para poder alcanzarte?, esto era el final de aquella historia que un día comenzó; y tuve la sangre revuelta para, de tajo, arrancar todo lo que habíamos logrado. Esta segunda separación no era igual a la anterior. Se había ido lejos, estaba sola... sola.
Ya no vendría por mis hijas los viernes y me abrazaría los domingos, ya no recogería los pedazos de mi alma para estrecharla entre arrullos, no más palabras de aliento, ni miradas de compasión por mí. Ahora tendría que arreglármelas como pudiera.
Su vida ya no sería de mi incumbencia, él viviría sus pasos y sus respiros solo, sin mí. Conocería a alguien y me olvidaría. Que distancia tan larga era esta vez, los kilómetros me parecían tantos y su ausencia pesaba en mi conciencia y en mi alma. Mis hijas, con sus ojitos tristes, me recordaban lo mala que era. La culpa es un tizón ardiente que no se remoja con las lágrimas, al contrario, aviva las brazas y las enciende. Sentir que has destruido en un instante la vida e ilusiones de toda una familia es un estigma que se hace cada vez más grande desde el centro del corazón. Así comenzó, la segunda parte de una historia que por muchos meses pareció interminable y caótica.
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