Boston
Las hojas caían de una en una, cuando el viento soplaba en contra. Las aceras se llenaban de verde fresco y solían parecer un sueño. Pisar sobre ellas era como andar sobre los árboles en plena primavera, el crujir de cada una hacían estremecer mi piel y me llenaban de vida. Una vida que trataba de recoger de los prados y de jalar desde las nubes, pero mis manos no eran los suficientemente fuertes para dejarla conmigo, se soltaba de una manera burlona y triste. Deseaba recuperar mi vida y al mismo tiempo perderla. Me había perdido a mí misma y cada día se hacía más exhaustiva mi búsqueda.
Perdí mi empresa también, la regalé, la abandoné; porque ya no representaba sentido a mi vida. No tenía paciencia para pensar cómo levantarla de entre las cenizas. Así que la arrendadora llegó un mal día de otoño y me ofreció una salida a lo que no me atrevía a resolver yo sola. Tendría sólo dos días para limpiar el lugar y buscar otras opciones.
Enrique desapareció por aquellos días oscuros para mí; sólo pude anunciarle que me iría de ahí, mi sueño se había escurrido por las baldosas y por los grandes ventanales. Ya no cantaría con los brazos abiertos al cielo, tampoco tendría mi trinchera llena de helechos y sombras. Dejaría de lado lo construido con Braulio por no poder ni con mi alma.
Las cajas se llenaban una a una de recuerdos y malos momentos. Me resultaban insuficientes y no sabía donde guardar tanto. Quería que Enrique le diera algún sentido u orden a cada idea y a tanto caos, pero no respondía mis mensajes. Estaba ocupado en el diseño de un café.
Aquel lugar lo vi en varias ocasiones, sonaban las sierras eléctricas que daban forma a la madera de las paredes y el anuncio de la fachada. Olía a pintura fresca y madera pulida, combinada con su perfume recién puesto sobre la piel. Su camisa planchada y sus rizos peinados hacia atrás; dibujaban en aquel paisaje una postal como la que deseaba guardar en mi inconsciente para siempre. Aquel lugar era todo lo que había soñado de joven para él; verlo en su mundo me hacía parte de Enrique. Trataba de desentrañarlo y saborearlo, pero se escabullía por entre las herramientas que sólo los hombres rudos usan y me dejaba sólo observarle por detrás de un cristal lleno de viniles. Miraba cada uno de sus rasgos y los grababa en mi mente. Su mirada se alzaba sobre los andamios y me cerraba un ojo; ambos sabíamos que pronto podríamos salir de aquel lugar para escondernos entre los autos del estacionamiento. Las noches que nos veíamos en aquel lugar eran una victoria para mí. Me incluía en su mundo y me daba un respiro de esperanza, ansiaba encapsular aquel espacio y a Enrique con él. Ahora, ahí estaba, cuando más lo necesitaba.
Era escurridizo y en aquellos momentos no me buscaba; quería meterlo hasta el fondo de aquellos cajones vacíos, envolverlo en las toallas y empacarlo conmigo para que nunca se fuera. Pero no podía, nunca fue mío, su mente y corazón no me pertenecían del todo; o más bien nunca me pertenecieron. Empaqué y guardé sin sus sombras, su respiración se quedaría en aquellos muros y cristales recién lavados. Su voz se había incrustado en las puertas y no podía arrancarla de ninguna de ellas. Así que con pena insostenible lo dejé ahí. Subí al camión de mudanzas mis cosas y mi vida entera y lo dejé sentado en la escalera. No sabía nada de él.
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