En punto de las seis

 Los azulejos color blanco; pequeños para la época en que Julia vive sus 45 años; estilo las casonas antiguas remodeladas a los años cincuentas. Dejan escurrir minúsculas gotas que se unen unas con otras mientras se encuentran en sus soledades. Ellas al compás del silencio de la madrugada, le narran en sus misterios lo que Julia desea olvidar.

El frío se hace cada vez más intenso a medida que pasan los minutos en que ella permanece sentada sobre la tapa del inodoro. Últimamente, se ha convertido en un refugio muy conocido para Julia; ya que en repetidas ocasiones durante su matrimonio en ruinas con Braulio; ese era el sitio donde se resguardaba de la ineptitud de su marido de saber qué hacer ante el vacío abismal que la carencia de cercanía  había creado entre ellos. Ahora, es un refugio distinto. Lo ha buscado porque en ocasiones no sabe cómo se vive en la paz y en el amor. Esos ingredientes nunca los vio presentes, ni aislados, mucho menos en una misma relación.

Está acostumbrada a huir, pero sobre todo a que huyan de ella; a que la ignoren, a que le den el poder de la invisibilidad, a la anulación de su persona... pero sobre todo de sus emociones. Ésas, que atemorizaron a Enrique, que lo acobardaron al punto de no estar nunca, ésas que a Braulio le causaban "nada". Julia se convirtió en una calamidad para ellos, sus sombras no eran bien recibidas en sus vidas perfectas, quedaban lejos de lo que hubieran esperado de ella. Es por esos motivos que aprendió a portarse bien, a ser quien no es en muchos momentos, a ser una buena actriz ante su público. Decidió portarse como debiera para que la quisieran, porque cuando no lo hizo, tanto Braulio como Enrique la ignoraron. Recuerda muy bien; para su infortunio; cuando necesitaba hablar con Enrique, en aquellos momentos en los que sentía que su mundo se venía abajo y el caos acechaba como lobo hambriento; Enrique simplemente se subía a su diminuto podium y olvidaba su naturaleza humana. Le quitaba el habla, la convertía en una piltrafa.

Julia entonces, aprendió a vivir el amor de manera angustiosa, ansiosa; con la expectativa del silencio constante, con la espera de convertirse en nada en cuestión de segundos si no era quien debía. Julia aprendió a sentir que no merecía un amor sano, simplemente, no creía que pudiese existir. Y ahora que lo tiene, está asustada.

Hace muchos años cuando conoció a su terapeuta actual, hace más de veinte años; él le platicó una historia de una gaviota, no recuerda con exactitud los detalles de esa narración; sin embargo, recuerda que el ave no salía dela playa, debido a que no volaba alto y no le era posible reconocer la infinidad del Universo donde moraba, en cambio el águila, ella vuela alto y sigue volando lejos, por la capacidad de observación de más territorio que la gaviota. Entonces dijo, en aquel entonces:

- Sé como el águila, vuela alto, no te conformes con lo que conoces y alcanzas a ver Julia... siempre hay algo más allá de lo que eres merecedora- su voz calló en aquel momento. Sus ojos detrás de sus anteojos, mostraron un camino que no sabía que algún día aquella joven podría querer alcanzar.

Ahí sentada a mitad de la noche, recordó aquella historia y de sus grandes ojos negros salieron un par de lágrimas y luego, para acompañarlas otras más. 

Ella se sabía merecedora de un amor auténtico, de un amor que la acompañara en sus momentos de sombras. Así estaba siendo el amor de aquel hombre con el que había contraído nupcias meses atrás. Cuando de pronto bajo la sombra de sus tristezas y miedos, que en ocasiones aparecían,  se cobijaba el enojo de Julia, la ira contenida de tantos años; saliendo desde sus recuerdos las ganas de huir, las ganas de huir de sí misma por ser inadecuada para los demás.

Por no poder envolver lo suficiente lo que ha tratado de esconder. Ese hombre, empero, la acompaña cuando su naturaleza errática sale a la luz, con paciencia y amor la toma entre sus brazos. Recibe entre sus manos las saladas gotas de lo que no sabe con exactitud de que están llenas. Acompaña sin juzgar, contiene con estoicismo. Sin embargo, Julia no siempre aguarda a que él note sus contradicciones o dolores; sólo se esconde, se aisla, se queda muda. La pena le da la sensación de no pertenecer a ese entorno de paz.

Y ahí, en su trinchera, el silencio le colma y de pronto, desde sus adentros, logra escuchar el tic tac del reloj de pared oculto tras un helecho colgante; recordando que quizá su terapeuta este viernes, en punto de las seis de la tarde, le abra la ventana y la eche a volar lejos de lo que la ata, lejos de lo que la limita a permanecer donde desea estar.

En punto de las seis de la tarde se acaban las fronteras de su rebeldía sin sentido, en punto de las seis, ella es quien es.
















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